domingo, 7 de noviembre de 2010

Renacimiento, afirmación de libertad

La palabra Renacimiento se asocia inmediatamente con el descubrimiento y el resurgir de la entigüedad clásica después del Medievo. Esta fue, en efecto, durante varios siglos, su definición, que hoy parece sin embargo insuficiente e inexacta. Es cierto que en el siglo XV los florentinos creyeron haber resucitado con su arte la antigua belleza y también es verdad que el estudio de la antigüedad fue para muchos de ellos una norma absoluta e indiscutible. Pero si el Renacimiento sólo hubiese sido la recuperación e imitación de un mundo pasado no se habría convertido en ese gran movimiento que convulsionó a toda Europa. En realidad, la civilización renacentista no fue el fruto de un simple aunque ambicioso programa, sino la convergencia de múltiples elementos que llegaron a trascender incluso en quienes no eran sus intérpretes.


El renacido culto a la antigüedad no poseía el valor de una mera predilección estética, sino que procedía de la afirmación, a través de la autoridad de los antiguos, de una concepción laica de la vida. Las reglas de la perspectiva,  que sintetizaban formalmente los nuevos caminos del arte, no eran una simple aplicación de leyes ópticas, sino que traducían las necesidades de mesura y racionalismo que precisaba el hombre para hacer triunfar su orgullosa afirmación de libertad. Un impulso vital  el del Renacimiento que hoy día, parece no tener un equivalente en nuestra sociedad tecnificada.

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